27/6/08

Muñeca


El tiempo, para ella, era una muñeca vestida de Dolce y Gabbana. Como una ausencia de sentido absoluto, donde sólo lo superficial cabía. Vestía la vida mientras la andaba en busca de algo que la sacase de esa agonía en que se había convertido tras ver que el mundo no paraba cada vez que ella lo necesitaba, y que, de repente, el sol seguía su curso a pesar de que ella se había anclado en la creencia o el deseo de que la luna ocupase la bóveda celeste con su palidez absoluta. Blanco inmaculado de Vittorio y Luchino. Blanco de bodas. Blanco satén. Blanco marchito. Todo negado desde que descubrió que la vida no era predecible. Todo acabado desde que aprendió que las personas, para ella, ya no eran un bálsamo sino un lastre que arrastra. Y ese deambular sin sentido le llevó al sentido mismo y notó el frío de la desesperanza, la aguja del dolor, la muerte tan cercana, el aliento de la soledad. Y vio. Miró la muñeca con cierto desdén y no pudo sino musitar un breve responso y declinar cualquier invitación que la vida pudiese hacerle y abandonar. Negro de Armani, como no podía ser de otra forma, para marchar. Negro azabache. Negro brillante. El adiós a una vida pintada de falsos colores pastel. Supo, por primera y última vez, que el final es el principio cuando no hay final. Supo, que es mejor marchar que deambular, cuando no hay razones para estar. Supo, que quedarse era morir y que, para eso, lo mejor era partir. Negro azabache. Brillante. Eterno. La luz, supo también, puede ser así.

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