18/10/08

La muerte constante. I

El verano vino de una forma tan intempestiva y extraordinaria como lo hizo el invierno, y como el anterior y el anterior, y así todos desde que sus recuerdos estaban con él. De un día para otro, sin avisar, el calor se apoderaba de Constanza y de todas las personas y bestias que habitaban en ella. De los pájaros no, porque nunca había habido, o no los recordaba. Ranas sí, pero pocas y pequeñas; culebras también, de agua y de tierra. Las de tierra eran las peores, porque salían sin avisar, de pronto no estaban y de pronto sí. Aletargadas todo el invierno y de una noche para otra, sueltas por el campo, por los trigales y los olivares, enroscadas, con la lengua saboreando el calor. Eran víboras y alicántaras, con sus rayas en el lomo, enigmáticas y atractivas. Él siempre las confundía, porque sus padres no eran del campo. Los agricultores y su recua si sabían hacerlo, por toda una vida de convivencia con los ofidios y por alguna que otra pérdida en ambos bandos. Aquel año, como casi todos, las culebras campaban a sus anchas, apareciendo por las calles y por las casas. A veces se encontraba alguna en las camas de los niños de pecho, entre las ropas, arrebujadas, como hermanas de leche, calentándose con el calor de sus menudos cuerpos. Se las perseguía, a veces, con todo lo que se tenía a mano y se las mataba a palos, otras, pues el tiempo hizo que la costumbre diese en mudar el pensamiento que hacia ellas había, y así, al acostumbrarse a ellas, se las dejaba en paz o sólo se las perseguía hasta que salían de las casas o de las calles y se iban por los albañales o por las calles hasta las lindes del pueblo, a la sierra o a los campos de labor que rodeaban lo rodeaban. Alacranes también había, gordos y lustrosos, en los huecos de las tapias y debajo de cualquier cosa dentro de las cosas, aguantando los calores de aquellos veranos infames e interminables que hundían el pueblo y a sus seres en una abatimiento silencioso que les hacía deambular, en las horas de mayor intensidad, como almas en pena en busca de rincones frescos. Él siempre miraba en esos rincones, a pesar de las advertencias, guiado como por un imán por lo prohibido, por el peligro supuesto pero no vivido, temido pero no sentido. Y una vez, cuando tenía algunos años, miró en un agujero del tapial que seguía la pared de su casa, y que lleno de agujeros le miraba a él como retándole, y creyó ver uno grande y hermoso, y su instinto pudo más que su miedo, y metió la mano para tocarlo, y lo notó frió. Sacó lo que creía un escorpión, presa segura para enseñar, con la candidez de sus pocos años, a sus amigos, ajeno al peligro, y su sorpresa fue mayor que el desencanto de no ser un alacrán lo encontrado. Dos duros había en sus manos con los que compró y compró cosas en el puesto que el Mudito tenía en la plaza del pueblo. Un coche azul de plástico, descapotable, con las ruedas negras, y un camión, amarillo y rojo, y pipas y garbanzos, caramelos y altramuces, y aún le sobraron cuatro pesetas, que metió en sus pantalones cortos, de felpa, que le daban calor y picor, pero que eran los del invierno, cortados con la rapidez que imponían los nuevos tiempos y la rapidez con que venían, en la primera mañana de calor, por Crescencia, la muchacha que vivía en su casa como fámula...

No hay comentarios: