23/8/08

Ocaso. (Por los derroteros de la nada). VI

Y es que recuerdo la frase como un espantoso repique de campanas a muerto en mi cerebro, que me impide ver. Y ya no puedo. Me ha dejado el alma seca. Esos funestos sonidos, de una terribilidad que amargan, casi, como la muerte de un hijo. ¿Las recuerdas? No. Probablemente no. Con toda seguridad no. Tal vez recuerdes el sentido, pero no las palabras. “Sí, te he quitado de mí. Es que no quiero saber nada de ti. Solo deseo que me dejes en paz, que te olvides de mí para siempre. Piensa que me he ido para nunca volver, tal vez eso te ayude”.
Y mi respuesta. Salida o sacada de no sé dónde. Ni sé, aun, cómo pude, pero que no pudo ser otra sino la que fue. “Joder qué barbaridad. A mis palabras (que eran hermosas hasta lo inmarcesible, por bellas y sentidas), contestas así. Inimaginable. Así será. No te preocupes. Como si hubieses muerto”.
Ahora ya no queda ni puede ser nada. Solo vacío. Vacío y hastío. La ausencia de deseo, aprendido por la necesidad y su dardo mortal, me ha llevado a la ausencia de dolor. Y ya no quiero porque ya no puedo. Porque no hay. Porque no eres. Porque no estás. Porque no puedes ni podrás estar. Ya no existes. Estás muerta. Aunque tal vez siempre lo estuviste y no me quise dar cuenta.
Levanté las manos y no hallé nada. Levanté la mirada y no vi nada. Vacío. Vacío y hastío. La oscuridad densa en un cielo perlado de estrellas que no me hablaba. Los pedestales del recuerdo rotos, derribados por el absurdo. Y ahora que ya no queda sino la magia perdida, me paseo entre las puertas de los caminos, cerradas o entreabiertas, sin llaves, sin picaportes, como almas vacías de penas, sin ojos, yertas.

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