11/9/08

Despiste

Todo fue culpa de un despiste. Miré hacia un lado, me quedé frente al escaparate de comida, y al volver a mirarlos no estaban. Por más vueltas que di no los encontré. Salí a la calle. Pensé que en la puerta del centro comercial estaría más visible y que me encontrarían. Todo el mundo se me quedaba mirando pero nadie hacía nada. Algunas palabras. Suaves gestos. Tiernas miradas. Alguna caricia. Al final, un par de policías, vestidos de azul, mi color favorito, uno de ellos mujer, muy amable, rubia y con un gorrito del que salía una cola de caballo, bien peinada, por atrás, y un corto y precioso flequillo por delante, me cogieron con suavidad. Yo se lo agradecí como pude. Me dijeron palabras tiernas y me llevaron a su coche.
Yo sabía, aunque tenía miedo, que no me dejarían allí, solo, que irían a buscarme o mandarían a alguien.
Me metieron detrás, los policías, en el coche blanco y con rayas azules. Una barrera de hierros, cruzados, separaba la parte delantera de la trasera. Me pusieron detrás. Estaba claro que me llevarían a casa. No tenía la menor duda y eso me tranquilizaba. Allí, en la parte trasera del coche, había otro que también se había perdido. Como yo. Tenía el pelo negro y largo. Su mirada era triste. No paraba de jadear. Nunca había visto uno así. Los policías no paraban de reír y hablar de sus cosas. Estaban contentos y eso me tranquilizaba aún más.
De repente sonó un pitido. Era la radio. Y pensé que era para indicarles la dirección de mi casa. Pero no, les decían que había otro perdido, en la calle Sierpes, que fueran hacia allí, que les venía de paso.
Ahora estoy con muchos otros, aquí, igual que yo. Perdidos todos por algún despiste. No se está mal aquí, pero echo de menos a mis dueños. En la perrera no nos tratan mal, pero no es lo mismo.

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