22/3/09

Las vidas paralelas de Nicodemo Román

Todo comenzó cuando terminé de leer un artículo, en una revista de divulgación pseudocientífica, que me entretuve en hojear mientras esperaba a que me cortasen esta desgracia de pelo que Dios, en su infinita sabiduría, me ha dado, sobre el famoso libro de Plutarco: “Vidas paralelas”. En él descubrí que ciertos personajes de la historia, y no precisamente unos cualesquiera, sino los más cualificados y mejor dotados de la antigüedad, habían tenido un paralelismo en los acontecimientos de su vida, si no casual si al menos buscado con otros individuos más antiguos, y que ya habían dado que hablar tanto a sus coetáneos como a las generaciones posteriores. Si dichas personas habían conseguido, de alguna manera, predisponer al destino para que unas vidas aparentemente mediocres, o no tanto, se transformasen en un acto continuo de aventura, placer, poder, etc., ¿por qué yo no podría realizar algo similar? Tan sólo tenía que poner todo el empeño en modificar mi destino, y ello, con paciencia, estudio y concentración, supuse, no tendría mucha dificultad, a la vez que me reportaría una vida excitante y digna de ser vivida.
El primer problema que se me planteó fue el de elegir el personaje con el cual quería tener un paralelismo en mi existencia. Tras darle las vueltas suficientes como para llegar a ninguna conclusión, decidí que, ¿por qué conformarme con una vida paralela y no ir en paralelo con varias, y de esa forma vivir lo más apasionante de las más apasionantes biografías de la historia? Pero una vez que resolví ir en paralelo a varios próceres, se me planteó un nuevo problema: ¿Qué próceres me habían de servir como espejo?
Pensé en Tyrone Power, pero lo deseché rápidamente por su temprana muerte, aunque las loas a su belleza, su actitud y porte distinguido, así como aguerrido, en la película del Zorro, me inducían a pensar en él como un personaje a tener en cuenta. Rock Hudson también me tentó, pero el hecho de enterarme de su homosexualidad hizo que lo rechazase; no por ella misma sino por su falta de coraje en la vida y, como es lógico, porque yo no lo soy, y mi razón de pensar en una vida paralela excitante no incluye la vía de atrás.
Había analizado la personalidad y la vida de tantos y tantos personajes de Hollywood que estaba empezando a desesperar. Y de pronto, como suelen ocurrir las cosas, lo encontré: Errol Flynn. Dios, sí, ese era mi hombre. ¡Qué hombre! Más diría: ¡El Hombre! Lo recordaba surcando el espacio sobre la cubierta de las goletas, en los barcos piratas, entre las jarcias, con la espada en la mano o el puñal en la boca, asido con los dientes sin dejar de mostrar aquella sonrisa tan seductora, tan encantadora. Recuerdo la forma en que aparecía y se deshacía de éste y de aquel, dando golpes a diestro y a siniestro hasta llegar a la heroína, y allí, tras entablar una lucha sin cuartel, eliminar al enemigo principal, al más feo, al más malo, al más fuerte, tras una ardua batalla en la que repetidamente había estado a punto de perder y que, gracias al destino que la diosa fortuna depara a los héroes, sale indemne; y no sólo eso, sino que surge cual ave fénix, con renovadas fuerzas y, en un golpe de audacia, y de suerte, por que no decirlo, se desembaraza del enemigo taimado y traidor. Y allí, en aquel marco incomparable de humo, de maderas carbonizadas, de velas rotas y mástiles caídos, bajo el fragor de los cañones y los gritos de los heridos, en la inmensidad del negro mar, de tan azul, manchado de sangre por las heridas, con la camisa desgarrada por la lucha, y sin embargo sin muestra alguna de sudor, con el pelo inmaculado, recogido en una coqueta cola y sujeto con un hermoso lazo, toma en sus brazos a la susodicha heroína, que tras acurrucarse en su pecho suspira, y él le da un beso en la boca como no he visto hacerlo a nadie. Así es como se besa.
Sí, definitivamente ese era mi hombre. Ya no necesitaba tener varias vidas paralelas. Con la de Errol Flynn era suficiente. Y desde ese mismo momento me lancé a una búsqueda frenética de todo lo que con su vida y milagros tuviese que ver. Pero claro, mis posibilidades de acceso a la información eran más bien escasas, insuficientes, y de poca enjundia. Una antigua enciclopedia Espasa comprada por mi padre hace una veintena de años, de seis tomos asaz delgados, y un acceso a Internet de lo más frugal (cada vez que accedía y escribía el nombre la página se bloqueaba tras mostrar una serie de direcciones en inglés). Y no es que no sepa mucho inglés, que efectivamente no tengo ni idea, sino que al intentar abrir alguna de ellas, el ordenador, herramienta infernal donde las halla, me mostraba un mensaje de error. Había palabras raras, como naked, orgiastic, algunas como homosexuality, o algo así, pues no lo recuerdo muy bien y ya digo que mi inglés es el que es. A pesar de mi nulidad sobre el idioma de los anglos, y de los sajones, pues también es suyo, deduje que homosexuality tenía algo que ver con homosexualidad, pero deseché cualquier connotación de ese estilo con el personaje, dadas sus actuaciones mujeriles; en cambio orgiastic si que me sonaba a las actividades que le suponía; en cuanto a naked, no tenía la más mínima idea sobre su significado, pero supuse que estaba en relación a orgiastic. Por otra parte, en una de mis largas noches ocupando el sillón que tengo situado frente a la televisión, viendo uno de esos programas que suelen poner para almas en pena, sobre las dos o las tres de la madrugada, en un caluroso debate sobre no sé que tema de insondable trascendencia del cine americano de los años cuarenta o cincuenta, llevado por siete personas sin nada que hacer pero con, al parecer, mucho que decir, surgió de pronto, tímidamente, el nombre propio que mi mente buscaba: Errol Flynn. Un fumador empedernido, pues llevaba desde que el programa había empezado, no menos de dos horas, unos seis cigarrillos entre pecho y espalda, lo dejó caer haciendo referencia a no sé qué, pues la verdad es que no estaba prestando la más mínima atención, toda vez que la razón de ver aquello es que no tenía ninguna otra cosa mejor que hacer, pero sobre todo que el mando a distancia de la televisión estaba roto, y mis ganas de andar eran mucho menores que mi capacidad de abstraerme de la sarta de sandeces que estaban diciendo aquellos personajes.
Puse toda la atención que mis sensores auditivos eran capaces de captar y pude colegir, por lo que decían a continuación, que la conversación versaba sobre las famosas fiestas que se organizaban en los años dorados de Hollywood. Y como decía uno de los contertulios, en ellas, uno de los personajes que sobresalía era el mentado Errol. Y apostilló: en una de ellas se puso a tocar el piano con su verga, de tamaño descomunal, por otra parte. Verga con la que penetró a unas cinco mil mujeres.
No había más que hablar, u oír, en ese caso. Errol Flynn era mi hombre, o para ser más exacto, el hombre con el que debía llevar una vida en paralelo. El problema residía en cómo la iba a llevar, la vida en paralelo, claro. ¿Cómo lo haría? ¿Qué tenía que hacer? Nuevas incógnitas que se sumaban a un problema que ya creía resuelto, pero que se presentaba arduo y difícil. Sin embargo el premio se me antojaba, cuando menos, sabroso. Cinco mil mujeres eras muchas mujeres, demasiadas incluso, sobre todo si tenemos en cuenta que, a lo largo de mi azarosa y larga vida, pues estaba entrado en… bastantes años, vamos, que había pasado ya, con soltura, los treinta, tan sólo había estado con dos mujeres, una cuando era un infante impúber, con una muchacha allá en el pueblo, debajo de una morera; muchacha cuya característica más sobresaliente era un mostacho de lo más antinatural, y un ojo, para no ser muy cruel, diré que ligeramente estrábico, pero que se dejaba hacer sin preguntar. Y lo que mi timidez y mi horridez habían impedido hasta aquel momento, unos tragos de un vino tinto peleón en una boda, lograron que ella y yo nos diéramos de bruces en el suelo sombreado de aquella morera y perdiese, yo, la virginidad, que no ella, húmedo colchón de todo sexo varón del pueblo con ganas de él. La otra, pues como dije fueron dos, era una puta cuarentona entrada en carnes, que por poco dinero te hacía una felación, una veces con dientes y otras sin ellos, en función de si consideraba que la jornada había terminado y por tanto se decidía a quitarse la dentadura postiza, pues decía que, como no tenía mucho dinero, se había tenido que conformar con una dentadura de saldo, ya usada por otra mujer, algo más delgada que ella, pero que tan sólo la había usado un par de meses. Además de la felación, por un poco más de dinero, si se encontraba con ganas, te subía a la habitación de la fonda donde vivía y, allí, sobre las mugrientas sábanas de la destartalada cama, te montaba tras despojarse de la falda, casi siempre roja, en la que iba embutida, quedándose con el enorme sujetador, para sujetar unas tremendas tetas, ya que si se lo quitaba caían, las tetas, hasta el siguiente escalón, al perder la sujeción, que no era otro que una barriga abundante, con una ligera hendidura que se producía donde debía estar el ombligo, cuando se sentaba sobre mi sexo; con una mano cogía mi miembro y se lo introducía, mientras con la otra se acercaba a la mesita para coger un cigarrillo y un mechero, poniendo su sobaco a la altura de mi nariz, lo que a veces me provocaba cierto malestar de estómago. Y así, moviéndose cansinamente al compás de mi respiración entrecortada, se fumaba el cigarrillo; cigarrillo que se terminaba después, mientras se lavaba sus partes en el bidé y yo me vestía y me marchaba, pues siempre era así, corto, fugaz, sin palabras, sin preliminares, sin… nada.
Descubierto el objeto de mis deseos, surgía ahora, cual nefando guardián de la llave que daba acceso a ellos, el problema de cómo vivir mi vida en paralelo a la de Errol (me permitiré esta complicidad, dada mi cercanía a él). ¿Debía leer el dichoso libro de Plutarco? Pues cuando comencé a leerlo, en un vano intento anterior, no lo hice entero, sino saltando hojas y párrafos sin un sentido aparente, con el sólo deseo de llegar al final, ya que mis conocimientos sobre la época y los personajes eran de una superficialidad que rayaba en la nada. Y ni aun así había llegado al final. ¿En caso de hacerlo sería capaz de terminarlo? ¿Estaría en él la clave? ¿En caso afirmativo sería capaz de desentrañarla? ¿Si lo hacía se cumplirían mis deseos? Demasiadas preguntas para tan poco tiempo. Pensé que un buen ágape regado con vino del tiempo me ayudarían a navegar en el infierno intelectual en que me hallaba inmerso.
Y como los humores del vino traen esas cosas, la inspiración se apoderó de mí como por ensalmo y oteé, en la lejanía, y de una forma borrosa, bien es verdad, la manera en que había de actuar...

El sueño, por los humores del vino, le llegó, por lo que decidió tumbarse en la cama a rumiar la idea mientras se dejaba llevar. O esperar a despertar y ponerla en práctica.
Se tumbó en la cama, como tantas noches, solo, a esperar. Como todas y cada una de esas noches que a lo largo de su vida había pasado, en una tórrida soledad, insoportable y absurda, llena de desesperanza y de dolor. Pero esa noche tenía algo alegre en lo que pensar, una idea que realizar, algo por lo que vivir y por lo que luchar. Pero la inseguridad…
Los ojos se le entornaron y se dejó llevar. El sueño se adueñó de su alma y se pobló de imágenes de mujeres salvadas y rendidas en sus brazos, de volar entre las jarcias o cabalgar a lomos de un corcel con su heroína detrás, agarrada a su cintura, apretada su cara a la espalda de él. De besos infinitos. De amor. La cara transmutada en una sonrisa de felicidad. Como nunca. Y se dejó ir. El sueño se adueñó de su alma y ella, por una vez, vivió y sintió.
Las manos cruzadas en el pecho. El cuerpo relajado. Una amplia sonrisa en la cara, por primera vez. Nicodemo Román, en sueños, vivió la vida en paralelo con Errol Flynn. Así debía ser siempre. Abrió levemente los ojos, pero no quería despertar, y los volvió a cerrar.

Nicodemo Román fue hallado muerto en su cama. Sobre la colcha color burdeos, tachonada de puntos de un amarillo intenso, a modo de soles lejanos y refulgentes en un atardecer espantosamente bello y lejano, como si de otra galaxia se tratara. El cuerpo estaba hinchado por los gases de la putrefacción. Llevaba muerto tres días. Olía como a queso de Cabrales. Lo encontró la señora que iba a limpiar una vez a la semana. Una rusa ya mayor con la que apenas hablaba, según le dijo a la policía, a la que llamó tras hartarse de gritar, por la sorpresa.

El forense dijo que no sabía, tras examinarlo, a qué se debía la muerte. Que murió de paro cardíaco era evidente, pues el corazón había dejado de latir, pero que no encontraba ningún fallo aparente de cualquier otro órgano vital, salvo el hígado, que lo tenía a reventar, a punto de una cirrosis, por el beber, como era de esperar, pues en los restos que en el estómago encontró, el vino era el elemento principal. Aunque, tal vez, por un deseo atroz de no sabía qué. Pero que no era sino una simple especulación. Por ello no quedaba más remedio que rellenar el formulario con un: Nicodemo Román, de 36 años, falleció de muerte natural.

5 comentarios:

Crestfallen dijo...

Curiosa historia, estaba intrigada por saber cómo acababa jeje
Paralelismo en la forma de morir de Román con Flynn...
Saludos Die€go!

Anónimo dijo...

Hola Mireia.
Curiosa o rara. ¡Qué cantidad de errores, ahora que lo he releido. Me pasa por escribir de un tirón, de noche y con Rioja al lado. Debería ser más cuidadoso. Tengo que corregirlo.
Por cierto, no sé cómo murió Errol Flynn.
Un saludo.
Diego

Anónimo dijo...

Corregido. Creo que ahora sí está bien.

Crestfallen dijo...

Tengo entendido que Flynn murió de un ataque al corazón, de ahí el paralelismo que comenté.
El único error del que me percaté fue lo de la edad jeje.
Saludos!!

Anónimo dijo...

Hola Mireia.
Paralelismo final. Y paralelismo dentro del sueño final. Había errores de puntuación, además de ese. Pero bueno, no perturbaban mucho a la historia.
Besos.
Diego