3/5/09

Diario de la estupidez suprema. VII (El final)

Me rodea el polvo en una cantidad indecente. Polvo que se añade al polvo, pues cuando hace buen tiempo abro de par en par las ventanas y las dejo de esa forma todo el día, incluso las del salón en invierno. Polvo que se posa sobre todo. Los libros y periódicos están por todas partes, llenan las estanterías, las sillas, la mesa del comedor y la de centro, el suelo… Para comer tengo que hacerme un hueco entre ellos. Como en la mesa, sentado en la silla. Tal vez sea uno de los pocos signos de civilización, de no abandono, que me quedan, o de humanidad, o de… El ordenador siempre encendido. Folios y folios por todas partes, montones de folios escritos, en el sofá, en la mesa, sobre y entre los libros; con historias reales e inventadas, con pensamientos, reflexiones y con dibujos. El ordenador encendido para escuchar música de vez en cuando, y para, también de vez en cuando, trasladar algo de esos papeles a él. La verdad es que no sé por qué, ni para qué, ni para quién.
Siempre escribí por el placer de hacerlo, para sacar las cosas que había en mi cabeza. Sin ningún afán, sin ningún fin. A veces, alguien que se enteraba, de mi alrededor, tenía acceso a esas letras. En general mal entendido, quedándose en determinadas imágenes, sin capacidad para entrar en lo profundo, en la verdad que siempre esconden esas palabras. Creo que tan sólo una o dos personas han llegado al interior de mi alma a través de lo escrito.
Los días son eternos y las noches breves. Los días son lentos y las noches rápidas. Tardo eternidades en dormir y me despierto un sinnúmero de veces con una constancia aterradora, pero a la que he acabado acostumbrándome. Y mientras llega el sueño mi cabeza hormiguea y bulle de ideas que trato de organizar y dar forma, sentido y belleza, pero que la abulia y la desgana impiden que queden expresadas fuera de mi mente, pues me niego a salir de entre las sábanas en que me hallo para trasladarlas al papel. Sábanas eternas. Trapos más que sábanas. Sudario. Sólo me queda un juego, por lo que las lavo de tarde en tarde, y cuando lo hago, como tardan en secarse, tengo que dormir a cuerpo triste, vestido, helado en invierno. Aunque más espantoso es el frío del alma. Ya estoy acostumbrado. No hay problema tampoco. Sólo la música, a veces, cuando la pongo, desvía mi memoria y me dejo llevar por ella, mecer en ella. Me abandono. Pero regreso rápido. No puedo. No debo entrar en esa melancolía, dejarme vencer por ella y ahondar en los humores ni en los amores, en lo posible y en lo imposible, de un pasado irredento que no cicatriza, que está abierto. A veces, también, cuando salgo, miro, y veo alguna sonrisa, alguna flor, alguna nube que se deshilacha, algún detalle de esta vida que tanto me dio, que tanto viví, en la que tanto sentí y en la que tanto amé. ¡Qué desastre! Pero qué intensidad.

Cómo echo de menos, a veces, un buen vino. Aunque dudo de que ya mis papilas tuviesen la capacidad de degustarlo, acostumbrado como estoy al cartón de vino que compro en la pequeña tienda de abajo. Ahora, mientras escribo, me bebo este sucedáneo de tinto, que hace su papel y me permite deslizar los pensamientos por el escrito a través del lápiz. Siempre lapiceros. Me gusta el sonido que hacen sobre el folio, como las plumas, pero no tengo tinta ni ganas de ir a comprarla. Y la letra aún bella, a pesar del leve temblor de la mano. Preciosista, lateral, alargada, elegante, como mis andares de antaño. Qué tiempos. Qué cosas. El universo siempre salda sus deudas o debería saldarlas.
El sol se aloja fuera. Entre la persiana y la ahumada y sucia cortina, casi cerúlea, apenas dejan pasar la luz en tímidos rayos, como líneas oblicuas, que hacen que las volutas grises y azuladas del humo del cigarrillo, hagan formas sinuosas, sensuales, rompiéndose al ascender. Y una vela, perennemente encendida, derrama su aroma a mirra, mitigando algo el olor a podredumbre que consume la atmósfera. Me gusta este claroscuro. Me siento bien en él. Me recuerda a Caravaggio. El Arte. El tiempo del Arte tocó a su término. Este es otro tiempo. Un tiempo negro, de oquedades, de lentitudes. Un tiempo letárgico. Tiempo de ausencias, de vacío. Tiempo a destiempo. No tiempo. Hubo uno, un tiempo, en que mis ojos eran brillantes. Brillantes como el ónix. Unos ojos que miraban con deleite la belleza que se me mostraba y que cogía a manos llenas, que buscaba y que adoraba, que bebía y degustaba, que amaba. Hoy están apagados, mustios, muertos. La razón nunca existe en la elección. De ahí el momento en que me encuentro, el cómo me encuentro, el camino que llevo. Viví sin mesura la vida y el amor. De ahí, supongo, el desastre. Y los viví en los momentos de brillantez y de agonía. ¿Por qué será que el efecto tanathos, angustiante, deja un mayor recuerdo en la memoria y atrae más que la suavidad? El tiempo de la estupidez que me rodea es eterno y negro. Espero la luz de la libertad, de la pureza, fuera de él, fuera de todo y de todos. Es tiempo de morir.

2 comentarios:

Crestfallen dijo...

Me ha gustado especialmente este texto, Diego. Un melancólico "monólogo" interior, desoladoras reflexiones. ¿Tan negro lo ve el protagonista como para ver la salvación en la muerte?
Nos seguimos leyendo, besos!

Anónimo dijo...

Me alegrode que te guste. Desolador y melancólico, sí. Y tan negro lo ve el protagonista, de ahí el final. Quizá la intensidad no le permite más...
Besos.
Diego