20/4/10

El leve temblor de las amapolas

La cara compungida. El espíritu descompuesto. Siente la línea de su vida desdibujada, perdida en la nada, en el vacío, como agua clara que se escapa entre los dedos, como el rocío de la mañana con los primeros rayos del alba. Perdida en palabras, fruto de nada, de búsquedas inútiles por donde no hay. Vaga como un alma en pena, ido por dentro y por fuera. Calles ocupadas por el ruido. Noche sin estrellas. Una iglesia. Entra. La atmósfera suave. Tranquilidad. Silencio. Recogimiento. Una vieja, de negro, está sentada en un banco; la cabeza gacha. Le mira mientras anda por el pasillo central. Imágenes de la niñez le llegan cuando se arrodillaba en el banco, de suave rojo, casi apagado por el paso del tiempo y por tantas rodillas hincadas, por tantas plegarias rezadas, por tantas necesidades mostradas, por tantas agonías padecidas. Y las lágrimas, suaves, de un niño, surgiendo a borbotones, impenitentes, como de manantiales, como ofrendas de cristal transparente al dios de los milagros, al dios de sus padres, al dios de los niños.
Se arrodilla como antaño. Apoya los antebrazos sobre el respaldo del banco de delante. Cruza las manos, con fuerza. Siente el dolor en los nudillos de tanto que aprieta. Lo hace aún con más fuerza, en un intento, que sabe absurdo, de suplir el dolor del alma con el dolor del cuerpo. No hay lágrimas. Ya, parece, no hay niñez. Se siente nadie. Un ser solo. Roto, con un pasado maltrecho, con un presente muerto, con un futuro oscuro como la tumba donde yacen los seres más amados, los añorados, los extrañados, aquellos que se sienten como pérdidas de dentro y que te dejan un sentimiento de irredentismo. Apoya la frente sobre los pulgares de la mano mientras se sume en el sueño de unos sueños céreos. Llora hacia dentro. Padre, ¿por qué me has abandonado?, dice en apenas un susurro, para sí, con la esperanza, como cuando niño, de ser escuchado. Suave, a un dios desechado pero siempre presente; ocultado en los pliegues más recónditos de su atormentada alma. Señor ten piedad –siguió, y lo repitió una y otra vez, como un mantra-, Señor, ten piedad, ten piedad de mí, ayúdame, por favor.
De repente, como si a penas nada, una gota salina le escurre del alma, y la siente cómo suaviza el espíritu, cómo libera. Una gota apenas perceptible, silente, que siembra el suelo y levanta, apenas, unas motas de polvo, que se elevan. Oye un susurro. Levanta la cabeza. Mira hacia arriba. Ve.
Una estatua sencilla, de colores suaves, en tonos de azul, de rojo y de nácar, recién pintada, apenas acabada, que exhala un olor dulzón, muy agradable, y que antes no había notado entre los olores de cera e incienso. Pareciera que le mirase desde una mirada de siglos, profunda, que se le mete y se le clava, que le descubre y le traspasa, que le llega a los adentros, donde nadie antes. Y se deslumbra ante la sonrisa que le envuelve, que le arrebata. Y su alma ya no es su alma; se la regala, sobrecogido ante tanta belleza, ante el brillo de esa mirada. La piel blanca; el pelo oscuro, que asoma por debajo del azul del velo. Se siente perdido, y encontrado. Tan vivo como nunca antes. Muerto de un éxtasis que no conoce pero que ansía, que bebe. Ausente de sí, extrañado en ese poder, en esa inmanencia que ante sí tiene. Toda una vida de búsqueda y está ahí. Siempre hay un momento para todo, y éste es ese momento. La esperanza, nunca perdida, de una vida cruzada en mil azares, océanos de tiempo atravesados, tormentas inclementes, y ahí estaba, presente. El todo. Ahora es. Ahora siente. Sabe que no hay más, que en ella está todo, que siempre será. La mira a los ojos y siente que siente lo mismo, que sabe. Sonríe. Baja, ven conmigo, le dice. Soy yo, Munio. Sigue arrodillado. No consigue apartar su mirada de esos ojos, unos ojos que le dan, que le muestran el alma que lleva; de la sonrisa, una sonrisa que ilumina el espacio.
Se levanta. Se va. La vieja le mira partir. La calle es fría y ensordecedora. Ahora sabe que está preparado para la liturgia de la vida. Recuerda esa mirada y esa sonrisa, que lleva prendidas en el pecho como un escapulario. Siente el tremendo poder evocador de esas imágenes que lleva incrustadas en sus ojos. Siente el placer exquisito, y reservado -porque es lo que ocurre con los placeres exquisitos- de perderse ahí.
Vuelve todos los días. Se sienta y la mira. Un día tras otro. Impenitente. La mira. Le habla con los sonidos del silencio, con el alma, con los ojos. Paciencia, le oyó, cuajará la lágrima. Se convertirá en isla. Lloró, mientras sonreía, como sólo saben hacerlo los niños, como el niño que ha sido siempre, el que lleva dentro, el que es y no ha querido perder.

6 comentarios:

Marisa dijo...

Precioso relato, Diego, un encuentro con la ñiñez, un cara a cara con las tradiciones inculcadas, una impenitencia que se rebela contra los posos que quedan en el alma a medida que pasa el tiempo, "las ofrendas de cristal transparente". Así lo he sentido yo.
Me ha gustado mucho.
Un beso.

Anónimo dijo...

c'est aux lecteurs de juger la qualité d'un texte Diego (aux lecteurs) Ecoute Ecoute Ecoute un peu
ils ou elles sont là pour te dire
c'est beaux Diego Très beaux
Un baiser
et la bonne nuit
Elisabeth

Unknown dijo...

Puf, que condensado. Mas te incita a seguir leyendo, despacio.
Escribes increible.
Un biquiño.

Anónimo dijo...

Marisa, me ha encantado esa imagen tuyas, con esas palabras, "las ofrendas de cristal transparente". Brutal, y preciosa.
Gracias por estar.
Un beso.
Diego

Anónimo dijo...

Incluso así, Elisabeth, no sé. Me alegro de que guste, pero no sé; yo sólo junto palabras, intento darles sentido, crear belleza, y dar forma a las imágenes de mi cabeza y de mi alma.
Si gustan es un placer añdido.
Un baiser pour toi, Elisabeth.
Diego

Anónimo dijo...

¿Quizá demasiado? La idea quería expresarla en pocas palabras, y necesitaba de eso, de imágenes y fuertes, no fuera a irse de las manos. Tal y como salió, en un hueco libre de por la mañana, ahí está. Y después no quise retocar.
Gracias, por esas palabras, pero no.
Otro para ti.
Diego