18/5/10

Historias sin acabar. I (Lloraré rosas para ti)

Lloraré rosas para ti.

Lloraré rosas para ti, había escrito. Creía que lo había hecho antes de salir, sobre el cristal del espejo del aseo, con la barra de carmín de su madre. Era un niño aún. Había creído que no lo era, pero lo era, todavía lo era. Había crecido rápido, por todos los caminos. Pero no era un hombre, no se sentía un hombre, ya no. Lloraré rosas para ti, había escrito. Dos años de un sufrimiento atroz. Nada ni nadie a su alrededor. La nada, el vacío. Inclemencia. No podía aceptar algo así. Un charco de sangre en una carretera infame. Pinos alrededor, montañas quebradas, y el agua abajo, quieta. Un charco de sangre maquillado por una cabellera azabache. Unos ojos negros perdidos en el cielo. Una sonrisa más brillante que el sol de todos los desiertos, helada, eterna. Tanta belleza, muerta. Lloraré rosas para ti. Era lo único que escribió. Siempre se preguntó por qué él no estaba allí, también. Agonía. Y buscó culpables donde no había. Y buscó salidas por calles vacías.

Se quedó sin dinero a los dos días de llegar a Londres, tras otros dos días cruzando un mundo de carreteras, en autobús, sentado en el incómodo asiento de la lentitud, con los ojos pegados a un cristal cubierto de vaho, que limpiaba con el dorso de la mano, para poder ver un paisaje verde y lluvioso que no cambiaba nunca, ajeno a él. Rodeado de un idioma hostil, extraño. Una habitación triste, fría. Cuatro camas en literas. Se tumbó en una de las inferiores y se quedó dormido. Despertó de noche. Encendió un Fortuna. Cuando lo terminó, se duchó, se puso la otra muda que había llevado y metió la otra en la mochila. Bajó a recepción. Cogió un plano de la ciudad y preguntó por señas, a la chica del mostrador, una alemana, dónde de podía comer. Llegó a un parque donde había, en un lateral, bajo un árbol de hojas rojizas, un carrito que vendía sándwiches y kebab. Estudió a las personas, que se acercaban a él, durante un buen rato. Se acercó y señaló el kebab. Take away, pronunció como pudo. Pagó. Se sentó en un banco y comió. Era el primer bocado en dos días, a parte de dos cafés con leche y un cruasán. Paseó por las calles hasta que se hizo de noche. Entró en lo que parecía una discoteca. Oscura. La música extraña. El dinero era escaso, pero necesitaba alcohol. Pidió un gintonic. Bebió un sorbo. Llevaba mucho hielo y poca tónica. La ginebra era asquerosa. Dio dos tragos más y lo terminó. Estaba muerto de cansancio, pero no quería volver a aquella habitación vacía y helada. Se sentó en un sofá desgastado. Miró a las personas que deambulaban por el local, la mayoría punkies. Una chica, morena, se le acercó y le dijo algo que no entendió. Intentó decirle que no la comprendía. Ella le pasó la mano, abierta, por la cara, y se marcó dejándole una sonrisa a modo de regalo. Salió de allí y volvió al albergue. Se tumbó en la cama y se quedó dormido. Despertaba a cada rato, entre sueños extraños, de colores verde, rojo y negro. Entraron unos magrebíes gritando. Iban borrachos. Les dijo que se callaran, que quería dormir. Le miraron y siguieron gritando. Uno de ellos se acostó en la litera que había encima de su cama. Le despertó, algo después, el sonido constante de una gota que chocaba contra su pantalón. Se levantó asqueado. Zarandeó al de arriba y le dijo que despertara, que era un cerdo. Sólo obtuvo un gruñido. Se cambió el pantalón y salio a la calle. Llovía. Una lluvia tranquila, que no limpiaba. Un frío infernal. El alma congelada. Sentía una congoja tal que le tenía encogido sobre sí mismo, con la cara escondida entre las manos, apretando la mochila contra su cuerpo, llorando como un alma perdida, como sus lágrimas en la lluvia.


Lloraré rosas para ti, escribió en la libreta roja que llevaba siempre consigo cuando viajaba. Una eternidad escribiendo para volver de nuevo ahí, a la misma clase de tiempo, al mismo sentimiento, a las mismas sensaciones. Como si se hallase inmerso en un bucle temporal. Como si no hubiese agonizado suficiente. Como si no tuviese ningún derecho a persistir en la felicidad. Unos ojos que se le iban, perdidos. Una sonrisa trastocada en ira, en desprecio. Agonía. Lloraré rosas para ti, volvió a escribir. Ninguna otra cosa le salía. Creía que había crecido, que las calles andadas le habían dado otra perspectiva, que había aprendido, que los albañales pisados le habían enseñado, que los tropiezos que le habían hecho sangrar le habían abierto los ojos. No era un hombre, sólo era un niño. Todo son veleidades, escribió, simples y tristes veleidades de un poeta idiota. Abandono. Quiero ser sordo, mudo y ciego. Reniego de los sentimientos que me han llevado a creer que merece la pena sentir. Se sentía como un barco varado, partido, con la proa y la popa hacia arriba y el centro hundido, desbastado por las olas, que le hacía escupir de sus entrañas todo lo que llevaba dentro, desangrándose, mientras aquello que salía de sus adentros mataba lo que hollaba.

Comenzó a sonar Kite. Dejó el lápiz. Cerró el cuaderno. Escuchó la música. Siempre sentía algo especial cuando oía esa melodía, que empezaba bajo, suave, deslizándose dentro, calándole por dentro, sacándole las lágrimas. Hay determinada música, determinados momentos en la música en los que no cabe sino ser, ser y morir en ellos. Una canción que habla, de alguna manera, aunque no exactamente o también, sobre las personas que perdemos en el camino de una u otra forma, de la pérdida, quizá del punto de partida. Perturbadora la voz de Bono. Recordó las imágenes y la lágrima recorriendo la mejilla del cantante mientras la interpretaba, mientras recordaba a alguna persona perdida. Había algo en la voz de aquel cantante que siempre le llevaba a interiorizar todo, a vivir lo escuchado y sentirlo como propio, más si tenía que ver con experiencia personales; y ese era el caso.


1 comentario:

Elisabeth dijo...

There's a World by Neil Young

la bonne nuit Diego
un baiser