17/6/09

Un instante nada más

La suave brisa del mar tiene efectos que asientan los sentidos, permitiéndote vagar por los rincones del alma, desgranado los recuerdos y perdiéndote en ellos. Consiente mirar y ver lo que hay, quedarte en la dulzura, admirarla, mecerte en ella. Refresca y relaja. Anima y calma.

El cielo estaba limpio de nubes, tachonado de estrellas. La luna, por encima del horizonte, se reflejaba como si fuese la espuma de Venus sobre el agua oscura del mar, creando efectos de plata que aparecían y se desvanecían. Eran las tres de la mañana. Estaba sentado sobre la roca dejando que el agua acariciase sus pies. Es agradable la sensación de frío en ellos, pensó. El rumor del agua al golpear contra la piedra creaba tonos de exquisita variedad, como una sinfonía natural matizada por los colores del espacio que le rodeaba, sus luces y sombras, todos y cada uno de los colores de la noche en su inmensa e imponente tranquilidad. Música que le inundaba la piel a través de ese rumor en el rompiente.

Hay veces que todo es sorprendente en sí mismo y por nada, o por lo que sucede. En los momentos de desconcierto, de rotura, de abandono, hay elementos que te llevan a la calma, al ensimismamiento, al pensamiento más hondo, a la verdad, a la querencia, a la sabiduría, a lo que de verdad quieres.

Oyó un ruido que se acercaba por detrás. Una moto de gran cilindrada. Le molestó la rotura de la armonía, de los sonidos, del silencio del alma, del momento. Miró hacia atrás y la vio. Paró el motor y bajó. Parecía una mujer quien lo hacía. Puso el pie sobre el suelo y comenzó a acercarse al agua, hacia donde él estaba. Se quitó el casco y dejo el pelo suelto, cayendo en cascada. Pelo oscuro, largo y lacio, meciéndose mansamente con la brisa. Andaba lánguidamente, casi con desgana, mientras se acercaba. Dejó de mirarla, tras la sorpresa, no fuera a pensar que… Esa timidez tan suya para casi todos los momentos. Se paró a unos metros de él, a su derecha, y se quedó, de pie, mirando la oscuridad sin límites, el punto, quizá, donde el cielo y el mar se unían sin solución de continuidad. Llevaba unos vaqueros ajustados y una camiseta verde, de algodón, ligeramente holgada, que anunciaba unos pechos pequeños y bien formados; unas sandalias atadas, muy romanas, sostenían unas piernas eternas, esbeltas; el perfil, clásico, se dibujaba contra las luces de la ciudad, al fondo. Divina. No encontraba otra palabra para definirla. No se movía nada en ella. Tan sólo el cabello, que se agitaba y le tapaba, a veces, la cara, y que se apartaba con la mano desocupada. Estaba nervioso. Ella, en cambio, parecía estar en una total calma. Era como si para ella él no estuviera. Su mirada perdida en el fondo y en la luz del faro, que aparecía y desaparecía a intervalos, como buscando o esperando. Como si en ese punto donde miraba esperase ver algo que la sacase, que la llevase o que la trajese. Él sólo la miraba a ella, de reojo, sin apenas atrever a moverse. No quería romper el encanto de ese momento, que le recordaba a un cuadro del Romanticismo. Un momento que le parecía bellísimo y que quería que se convirtiese en eterno.

Hola. ¿Te importa si me siento a tu lado?, le dijo. Ni se había dado cuenta de que se había acercado. Le parecía, a él, que el tiempo se hubiese detenido en el momento que se había parado a su lado, como un daguerrotipo antiguo que hubiese aprisionado la fugacidad de un momento eterno. No, claro que no, será un placer, acertó a decirle, intentando no mostrar el nerviosismo que le invadía y que se acrecentó ante el desconcierto que sus palabras le produjeron. Así estuvieron un tiempo. Tal vez una hora. Una hora que le pareció un instante. Un instante exquisito.

Hay momentos en que las palabras son absolutamente innecesarias. Hay veces, pocas, que no las necesitas, con determinadas personas y en determinados momentos. Sólo cuando las almas son semejantes, cuando solo la presencia muestra la comunión que hay entre ellas. Pero ese hecho pasa una vez en la vida, dos a lo sumo. Y la segunda, tras la primera, ya no es sino una sombra de aquella. A veces, incluso, tardas media vida en encontrarla. A veces nunca la encuentras. Por eso duele tanto su pérdida. Por eso después sólo hay vacío y nada ni nadie, nunca, es capaz de reemplazarla.

¿Puedo contarte un sueño?, dijo. Claro, le respondió. Soñé que estaba en tu casa, comenzó a decir, sentada en una silla de brazos arqueados, al igual que el respaldo. Preciosa. Negra la madera y burdeos el asiento. Estaba frente a una mesa rectangular, de diseño, de cromo en los apoyos y madera negra, en diagonal, y cristal encima. Tú enfrente. No hablábamos, sólo nos mirábamos. Lo sabíamos todo. El tiempo detenido. Silencio. Era perfecto. Me encontraba muy a gusto. Si tuviera que encontrar una palabra diría que era algo a sí como felicidad. No necesitaba nada más. Me bastaba mirarte. Era una sensación tan agradable que me permitía ir dócilmente, estar y no sentir nada sintiendo tanto. Y todo con solo mirarte. No quería que el tiempo transcurriese. Quería, tan sólo, seguir perdida en esa mirada, adormecida, viviendo esa sensación que nunca había experimentado, nada más que en mis sueños, y que sabía que nunca experimentaría si no era allí, en el pozo profundo de tus ojos, en su suavidad, suavidad que me llevaba a tu alma. Y sabía, también, que tú sabías. Acerqué la mano hacia la tuya y en ese momento tú giraste, levemente, la cabeza, apartando tus ojos de los míos y dirigiendo la mirada hacia la puerta que había detrás de mí. Me giré yo también y vi una figura de mujer que no conocía, pero que no sabía muy bien por qué me era familiar. Quizá por intuida. Vi que te miraba y que lo hacía con una mirada de tiempo, de conocimiento. Parecía tu misma mirada reflejada. Volví los ojos hacia ti y los tuyos estaban clavados en los de ella. Era brutal y hermoso ese juego de vuestras miradas. Te levantabas y te marchabas con ella. Ahí me desperté sobresaltada.

La escuché en silencio durante toda su narración. No había dejado de mirarla ni un segundo mientras ella desgranaba sus palabras, pegado a sus sonidos, a sus gestos, a su mirada. Sus ojos y sus gestos eran como una batuta que dirigiese una orquesta en la nada. Parecía que aquellas palabras, llenas de tristeza y melancolía, las regara con sabores, colores y olores. Tal era la pasión que ponía en ellas.

Cuando terminó volvió, él, a mirar el horizonte, y el sonido reapareció de nuevo. Siguió callado. Hay veces que el silencio es más elocuente que las palabras, aunque a veces, éstas, también son necesarias. Hay personas que se saben con solo mirarse, que alcanzan, con ello, lo más hondo de una persona a través de esa mirada. Hay personas que, al verse por primera vez, al hablarse y mirarse por primera vez, pareciese que llevaran siglos de conocimiento mutuo, que hubieran vivido ya otras vidas juntos. Se reconocen en un instante. Hay personas que sólo pueden vivir en plenitud si están juntos, desmenuzando cada uno de los días de su vida cuando no están con el otro, en una constante búsqueda de ese pedazo de alma, de esa parte de uno que se necesita como el agua para subsistir y que sabe que no está en uno mismo sino en la otra, y que cuando se encuentra llena de una forma absoluta.

Eran las cinco de la mañana. Le rozó ligeramente la mano. Muy suave. Me tengo que marchar, le dijo. La miró de nuevo. Yo también me voy ahora, le contestó él. Me ha encantado estar contigo. Sabía, no sé por qué, que te encontraría aquí, le dijo marcando las palabras, como queriendo realzarlas, darles más significado del que ya de por sí tenían. Por eso vine, continuó diciendo, aun siendo tan tarde, porque sabía que estarías. Me gustaría volver a verte. Se quedó callada, esperando una respuesta. Él no sabía qué decir, ni tan siquiera cómo decirlo si es que tenía algo que decir. Tal vez en otras circunstancias, tal vez en otra vida hubiera sabido qué decir, tal vez qué hacer. Tal vez. Pero los tiempos eran los vividos, los suyos, con los que hacía la vida, con sus bondades y sus tristezas, con su belleza, con todo lo que te da si sabes tomarlo, pero también con sus miserias. Tal vez, le dijo. Tal vez. No lo sé. ¿Dónde podría encontrarte? Tú sabes dónde buscarme, le contestó ella. No podía apartar sus ojos de los de aquella mujer. El regalo de una noche de estrellas, de estrellas y rumores de mar. Un segundo de ternura. Un momento de armonía en un instante de sensibilidad suprema en un momento de terribilidad suprema, el que vivía. Un segundo de algo parecido a la felicidad. Ver y ser visto. Pero sólo un instante nada más. ¿Cómo te llamas?, le pregunto. Tú lo sabes, le dijo. Hizo una pausa. Yo soy todos los nombres, el nombre que buscas, el que tienes en el interior de tu alma, el Nombre. La miró despacio, dentro. Entonces supo. Supo porque se vio. Una canción le llenó la mente. No sabía por qué, o sí. El sonido de Reckoner entrando por los sentidos, llenando su imaginación. Tal vez, le dijo, aunque creo que… creo que sabes.

Ella le miró despacio. Le sonrió. Te esperaré, le dijo. Le acarició la cara. Se giró y se fue con la misma suavidad con la que había venido. Montó en la moto y se marchó. Él se giró y miró al faro. La luz refulgía. Las estrellas llenaban la noche de luces y silencios. El mar rompía. Todo era perfecto. Él sabía su sentimiento, lo que quería. Siempre ahí, el resto no servía, no era nada. Sabía.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es una preciosidad de historia. Te lo dije en otra ocasión y te lo repito, por favor no dejes de escribir aquí, es muy bueno y ayuda lo que dices y mucho, de verdad. Sigue, vale?
Besos.
Anónima.

Anónimo dijo...

Gracias por tus palabras. En cuanto a lo otro, ya veremos.
Un beso
Diego