29/3/10

Dentro del aeropuerto

Me siento en los bancos metálicos del aeropuerto de Bolonia y observo a las personas que deambulan de un sitio a otro, mientras leo un libro de Haruki Murakami. Entre el río de personas destacan algunas por su presencia absolutamente distinta. El que más me llama la atención es el típico calvo rasurado, con la cabeza refulgente que va al gimnasio para hacerse un cuerpo perfecto para poder comprarse una camiseta blanca de algodón, ajustada, y poder lucirla aun en invierno. Pasea su camiseta por el aeropuerto de un lado a otro, sin pausa ni miramiento alguno, con paso lento, parándose de ven en cuando y, con displicencia, girando el torso, totalmente, en un escorzo violentísimo, de un lado a otro, ofreciendo el haz y el envés de la susodicha camiseta. Se le salen los músculos por todos los lados. En cualquier momento siento que esa camiseta puede estallar.
Un japonés me mira de hito en hito. Es exactamente igual que los de las películas americanas de la segunda guerra mundial. Tiene una cara de malo fuera de lo común. Se apoya en el mostrador de embarque con una curva del mejor Praxiteles. El pelo rasurado a lo militar; gafas de carey negras; Lacoste, Levis, Nike, en ese orden, le visten de arriba hacia abajo. La cara le delata. Es japonés y mira con cara de defender hasta la muerte el puesto que le han encomendado defender, si es necesario con su propia vida. Tiene muy mal encare.
Una chica alemana, bellísima, con una cola de caballo ligeramente despeinada, y que, en las sienes, lleva unas pequeñas mechas que le caen de forma ondulada, mira al japonés y después a mí. No sé qué pensará de ambos. Mira el nombre del autor del libro que estoy leyendo y después vuelve a mirar al japonés. Tiene unos ojos verdes muy intensos; la boca es carnosa; el cuerpo esbelto y perfecto; viste toda de negro, con ropa ajustada. Los brazos, al aire, están divididos por una sutil línea que separa el maravilloso tono claro de la piel, del rojo que ha adquirido hoy o ayer, a lo más tarde. En la cara ocurre algo similar, predomina el rojo sobre los tonos de blanco, que ocupan los lugares donde los salientes del rostro provocaban sombras. El cuello, esbelto, rectilíneo, largo, es blanco también, y enlaza con el rojo del escote. Todo muy artístico. Se lleva el sol, a trozos, a su país del norte, a las sombras boreales.
Juraría que he visto a Deng Xiao Ping. Pero como no se me ocurre qué puede hacer aquí, en el aeropuerto de Bolonia, deduzco que no es él. Además la azafata acaba de ocupar su puesto. Me levanto y me pongo en la cola.

2 comentarios:

Marisa dijo...

El placer de observar. La Literatura está en la vida misma. Me has recordado la mirada del perspicaz Larra. Buen aterrizaje.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

El placer infinito de observar, de mirar más bien, pero en el sentido que le da Saramago, que es el que más me gusta, Marisa.
Larra, al que no he vuelto a leer desde que estudiaba bachillerato. Tendré que retomarlo.
Gracias, no estuvo mal, el aterrizaje. Ahora vienen días de tranquilidad que hay que aprovechar al máximo. Espero que tú también.
Un abrazo, Marisa.
Diego