13/1/08

La belleza está en ti

La memoria es, a veces, un arma de doble filo que te lleva por donde no quieres o por donde no debes. Que te hace decir cosas que en determinados momentos no debes o no puedes, y aun así, a veces, las dices. Y de ahí el enigma del desorden que las palabras, también a veces, produce en mí. Por eso, y porque me lo pides, lo vuelvo, pero con matices, y ampliaciones leves, de palabras, no de fondo ni de oscuridades, por el solo hecho de intentar devolver algo de belleza a lo expresado, aunque sé que no lo conseguiré, y ello porque no hay espacio.
Me he criado en dos mundos aparentemente opuestos. Para algunos incluso ingratos, desconocidos o decadentes, e incluso, y eso ya es algo que muevo hacia lo insoportable, intrascendentes. La música clásica y el flamenco fueron mi cuna, el colchón de sonidos de mi infancia, junto al de los pájaros, y el sonido del agua, y del viento entre los pinos, y el de los retazos de conversaciones en el sopor de las siestas del verano. Y ambos tienen, junto a los otros, pero de una manera diferente, la capacidad de transportarme a la infancia, el paraíso perdido, por razones que, ahora, no vienen al caso, pero que están. El bellísimo romanticismo de Verdi, la sutil perfección de Bach, la locura genial de Mozart, la suavidad elegante de Svetlana, me estremecen, pero de igual forma que las voces de La Niña de los peines, El Habichuela o Camarón. ¿Por qué? Porque la música es el Arte del Alma, con mayúsculas. Hay voces que te llevan a lugares donde de otra forma no se puede llegar, que ayudan a elevar, casi levitar. Pero como en todo, hay que dejarse llevar, y saber oír, saber leer el lenguaje musical, y no me refiero al conceptual sino al real. Pavarotti, Bono, Bruce, tienen ese no sé qué que te hacen temblar, que te eriza la piel, que te hace llorar. O al menos a mí. Nunca lo puedo evitar. No me cabe la vida sin música; las imágenes, incluso, las debo acompañar, y ello a pesar de que el silencio, a veces, es la música más bella y difícil de encontrar y difícil de escuchar. De ahí que en la montaña, arriba, en la soledad, en esa suerte de ejercicio de búsqueda de libertad, cuando más solo se está, fuera de todo, ausente pero real, presente sólo en lo de verdad, escuchando alcanzo la paz, de mí, en mí, por mí. Quizás porque sé oír.
El silencio. Los bereberes dicen que “nunca digas nada que no sea más bello que el silencio”, y ellos saben de él, pues el desierto es el otro espacio ideal. Otro lugar de hermosura intacta para llegar, de olores, pero sobre todo de imágenes y de colores, y de sonidos, los oídos y los sólo presentidos. Arriba, en el silencio, es un momento especial. Inigualable. Sensual. Casi sexual. O sexual. El sexo es así. O debe serlo. Los musulmanes tienen un concepto del placer (o quizás los árabes musulmanes, o mejor los antiguos árabes musulmanes) que asumo en su totalidad. Por mis raíces tal vez o por mi evolución personal. Por ambas cosas, sin duda. Cada cual es uno y su circunstancia decía Gasset. Ellos lo conciben como la unión de los seis sentidos, el olor, el sabor, el sonido, la visión, el tacto, y el sexo. No puede haber placer si falta alguno de ellos. De ahí La Alhambra, compendio de ese concepto; y su quintaesencia, el Mirador de Lindaraja. Por eso me extasío siempre que estoy allí. Me gusta estar. Es uno de mis númenes señoriales. Las sutilizas que la luz crea en los mocárabes, el olor del jazmín o del azahar, los mil sonidos del agua envolviéndote en matices. Los otros sentidos quedan sólo para la imaginación. Pero en mí es intensa, lo que unido a la sensibilidad me permite abrir puertas a mundos de furtiva belleza, de inquietante intensidad, que llevan al desmayo. ¿El Síndrome de Balzac? Es posible, quizás. Pero me pasa en pocos lugares. Y ese es uno y muy especial. Por eso me gusta pasearla como se debe hacer… Por eso cuando amo trato de recrear ese mundo, de llenar, de sentir en su totalidad. Necesito de la belleza para respirar, para sentir, para amar, para vivir. El sonido crea mundos, los acompaña, los matiza, los relaciona, los ocupa, los recrea… La primera vez que fui a un concierto de música clásica, en el espacio adecuado, hace tanto tiempo ya…, fue una experiencia totalizadora, perturbadora y casi demencial. Sentía la reverberación de los sonidos entrando por cada terminación nerviosa de mi cuerpo de una forma difícil de explicar, física pero a la vez espiritual, ocupando cada poro de mi piel, llenando mi cabeza de sensaciones inmaculadas, con una fuerza que me hizo estremecer hasta llorar de emoción. Temblar y llorar. Con los ojos cerrados. En silencio. Los brazos apoyados. Sintiendo. Viviendo. Dejándome llevar. Cuando miro la pintura la veo oyendo también. Me surge la música del interior. Armonías para Velázquez o Miguel Ángel, disarmonías para El Bosco y Goya, o para Grosz, Feito… La música. El sonido del alma. Capaz de hacer que un derviche llegue a Dios. Capaz de hacer que llegue a ti. Los sonidos del didjeridu; los cantos de los monjes tibetanos repetidos de una forma monocorde; la música sufí; la repetición rítmica de los sonidos de percusión africanos; una soleá, una taranta, el tango, esas voces búlgaras… La música, el sonido del alma. El silencio, el sonido de Dios. La belleza está en el Arte, decía Wilde. Y este debe ser total. Englobarlo todo. Con armonía. La totalidad. Se me podrá tildar de cualquier cosa, pero nunca de no buscarla, de no sentirla, de vivir sin buscar. La busco en todo lo que hago. De ahí, quizás, que me vaya como me va. Pero nunca voy a cambiar. Arte en su totalidad. Ese soy. La belleza es un merecimiento, sólo hay que saberlo usar, y quizás, tan solo quizás, saberlo buscar, pero siempre está.

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