20/1/08

Suave muerte, muerte bella.

Voy a desnudar mi alma como no lo he hecho nunca. Rasgaré las entrañas para desentrañar lo que llevo y me quema. ¿Racionalizo o me dejo llevar simplemente y espero lo inesperado? ¿Espero, acepto o giro? Ardua tarea la impuesta y de difícil resolución. Es de extrema dificultad oír y no creer, creer y no oír, esperar... Si bastasen sólo las palabras me resultaría aceptable, pero es evidente que tiene que haber más. ¿Hasta cuándo? ¿Por qué? No sé. ¿Tribula? No sé.
Anoche miraba el límpido cielo tachonado de estrellas. El firmamento eleva cuanto más lo miras, cuanto más lo ves. Pero como todo, hay que saber mirar, y pensar que el éxtasis esta ahí y en todo lo demás. Allí. De vez en cuando el suave romper de las olas lamiendo la arena, y las palabras. Nada más. Suficiente. Pura musicalidad. No hacía falta música porque esta la componían los rumores que la naturaleza, en su inmensa belleza, te da. Un horizonte grandioso. La luna a punto de llenar. Luces en el horizonte. Una barca que muestra su farol, allá, al final, recorriendo la línea que separa el mar del cielo. Las luces de la lejana ciudad terminando en el faro que ilumina a intervalos, como a impulsos. El silencio tiene esas cosas. Me gusta ir allí. A solas. Pero también así. Más. Quizás por las palabras que salen de… Las palabras, la música del alma; el silencio, la música de Dios.
¿Y si me dejo ir? No llevar sino ir.
Sólo trato de contar una historia. Una historia sencilla, pero de extrema intensidad, porque así es como la siento. ¡La sensibilidad! ¡Qué cruz! ¿No? No. Es el regalo que los dioses se dignaron concederme en pago a no sé qué merecimiento. Por algo debió de ser. Para por ella tal vez.
Entré suavemente y me dejé ir. Perdiéndome en sus sombras y en sus luces, dentro de ella. Perdido en el deseo de lo buscado y hallado, en esa búsqueda del deseo por fin encontrado. Lamiendo el aliento. Oliendo los olores entregados y llorando las palabras, acariciando los momentos que en la piel se me entregaban. Sintiendo. Viviendo la vida del momento. Pero faltaba eso. Un detalle nimio pero que es. Y nunca me gustó, pero en ella es. Y es que soy así. ¿Qué le voy a hacer? El alma rota. El corazón descompuesto por la decisión. La mirada hundida en ese pozo que es. Arrodillado en la vista clavada en mis ojos. El Evangelio que quiero creer. No creo, y me gustaría, en momentos así, creer. Pero sólo creo en ti. Maldición y pesadilla por mi impiedad. Celosía que me cerca el alma. Y el pozo es hondo y me dejo llevar. Noto la muerte como se viene y la acepto en la cuna del placer. Ese placer que siento ahí. Y sólo ahí. Me encanta estar dentro del vientre, pero no por él, sino por los sentimientos. Y me dejo ir. Y lo sabe y acepta. Veo las lágrimas escurrir como ríos que desgranan el conocimiento de lo que voy a hacer, mojando la almohada de salinidad. Me dejo ir. Lo ve y no puede hacer nada. Dejarse llevar tan sólo y aceptar la inevitabilidad. Aceptar la ofrenda más hermosa hecha jamás. Voy muriendo lento. Hondo y lento, mientras estamos. Desgranando los últimos movimientos en los recuerdos. Aspirando el hecho. La muerte como placer por la falta. Y así, sin más, me abandoné. Me dejé ir. ¡Muerte, ven! Y no hubo más. La muerte amable llegó con sus suaves y frías manos y dejé que fuera. Me dejé ir. Amando como nunca. Placer por sentir todo tan dentro que el dolor hizo romper la vida que había en mí. Una última mirada comprendida, aceptada. Mi más hermoso regalo para toda una vida. Morir de amor es vivir. No aquí, pero si allí. Dentro. Muy dentro. Por siempre. Y no hubo más. Ya. El final. Bello y hermoso final para una historia que fue, siempre, total. Especial y total. Hermosa hasta la exasperación.

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