6/12/08

Cuaderno de viajes. Sevilla. La mirada.

Sevilla se abre con una lluvia suave y constante que te hace verla de otra forma, con otra mirada. Pero es Sevilla. Y la veo a través de otra mirada y me gusta verla así. Es diferente. Especial. Hay color, aun con el gris que la rodea. El verde de los naranjos, aquietados por el sonido del otoño y de la lluvia contra el rojo del paraguas, que cubre el negro y el marrón de unos ojos que miran y sonríen al blanco de las casas y al ocre de la muralla. Y las manos te suavizan. Todo es si es visto. Se sabe. Lo sé siempre contigo. Aires de “sevillanía” en las calles. Pijos, cursis, muertos en su aparente alegría. Y unos “pescaitos” y “cazón” sobre papel de estraza, con las manos y unas cañas, en taburetes altos, de aluminio. En la calle. Comiendo, observando, sintiendo, viviendo. Y los ojos ríen. Y me desmayo. Sevilla es Sevilla, pero prefiero esta. Por la mirada. Esa mirada que da la vida. La Sevilla que quiero, la que me halaga. El cofre digno de una joya, oscura, marrón y negra, de suave mirar, de mirada lenta y profunda. La de siglos. Yo la miro como mira. Sonríe a la vida. Sonrío. Y en una bodega nos paramos, aquietados por la ausencia de gente y por el encanto. Camareros lentos, ausentes. Y un parroquiano que bebe manzanilla, y habla y habla sin conciencia, con desencanto. El camarero oye pero no escucha. Sonríe para otro lado. Asiente por asentir. Por siglos de estar oyendo. Por costumbre.
Es que se han muerto muchos “seguíos”. La Fernanda, El Chocolate. Dice con desaliento. Antes, sigue diciendo, los que sabían cantar pasaban hambre…, ahora todos son arquitectos. Se echa un trago del catavinos varias veces rellenado. Yo no he “pagao” veinte euros para oír cantar ópera. Para eso vete a Madrid. Si quieres Flamenco vente a Utrera o a Sevilla, pero no engañes. Y pierde la voz y la mirada en la del camarero, que le mira pero que no le ve, que le oye pero que no le escucha. Vuelve a beber y, de vez en cuando, coge una aceituna. La “sevillanía” está “perdía”. Pero por completo. Masculla en voz alta, para sus adentros. Lo que era ser sevillano... Es la Feria….
Que te gustan los toros… de pronto vienen corriendo “los verdes”. Que te gusta la Semana Santa… de pronto vienen los moros. ¡Coño!, dice mientras levanta el tono, no le hagan daño a los moros. Se ha “perdío” la "sevillania", repite como una salmodia varias veces repetida. Ópera. ¡Venga ya! ¡Venga ya! A cantar ópera vete a cantar al Real de Madrid, que aquí estamos en Sevilla. Hace un espacio y pide, tendiendo el catavinos vacío. A los japoneses lo que les gusta es el baile. La guitarra y el baile. El cante no da dinero y por eso… ¡El vino está bueno! Dice pronto, como si nunca lo hubiese probado.
Y sigue ahí, con el fino y las aceitunas. Pensando. Mascullando. Con sus zapatillas rojas y sus vaqueros ligeramente anchos. Con una camisa a rayas en tonos azules, rosas y blancos. Rechoncho. Con entradas y entrecano. Equivocado de época, de vida. Hasta de bar equivocado. Tiene una teoría de la vida. Termina su manzanilla. Y se va con un hasta luego. Los camareros sonríen. Pagamos nosotros también y nos vamos.
El río lento y reflejado se pasea largo, como un espejo, y en él las luces y las siluetas, desdobladas. El perfil bajo, con aristas de amarillos laminados. La Giralda, la Torre del Oro, las palmeras, todo está ahí. Hay alma ahí fuera, cuando miras mirando. Un té. No es moro, pero es té, y acompaña, como en otros lugares, en el velador del río. Recuerda y acompaña. Gente al lado que palmea y canta. Extranjeros que pasean y la miran sin mirarla, a través de ojos que miran una guía y un mapa. La noche tiene algo. Me gusta mirarla al través de sus ojos. Adquiere tintes hermosos, gestos encendidos, paseados, degustados. Tiene el alma tan amplia que descubre los detalles, aun sin nombrarlos. Por eso le dedico la belleza, la que veo.
Me gusta Sevilla contigo. Es otra Sevilla. Ya siempre será esta. Ahora la he encontrado. Al través de tus ojos. Y me ha gustado.

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