22/12/08

El sonido de los desahuciados.

Dos veces levantó la mano y las dos veces la dejó suspendida en alto, en un gesto que implicaba más una súplica que una llamada. El camarero miró de reojo al notar la señal y esperó. Siempre esperaba. No podía soportar la cara de ese hombre que cada noche, alrededor de las diez, abría las puertas del bar y se sentaba, con lentitud, sin quitarse el abrigo, en un taburete de la barra, al fondo, donde la luz se perdía, donde sólo los colores de la jukebox iluminaban, de una forma difusa y casi cómica, el espacio y sus ocupantes. La primera noche le sorprendió que, aún con el calor que hacía dentro, no se quitara el abrigo ni el pañuelo ni el sombrero. También le chocó que llevase sombrero. Por inusual. Pero sobre todo le sorprendió la cara. Un rostro reflejo de todo un mundo reducido a escombros. O eso pensó. Y un tequila tras otro fue el pulso que parecía echarle a la vida, o a su desastre.
No le gustaba ese tipo de hombres. Pero no podía hacer nada más. Era el camarero del local. Miraba, servía, y a veces oía. No escuchaba, sólo oía. Había aprendido que escuchar es malo. Que destruye. Y bastante tenía con lo suyo como para hacerse cargo de lo ajeno. Pero el silencio es más aterrador que el discurso íntimo de otro, y esa ausencia de palabras, conforme avanzaban los días en que aquel hombre se dejaba caer por el taburete de la barra del bar, le fue trocando su interés y curiosidad, ante lo inusual, en hastío y desapego, ante lo que él creía desprecio por parte del otro. Sus frases y gestos tratando de saber, de dar pie, siempre habían quedado ahogados en el tic de “otro tequila”, apurado de un trago, clavando los ojos en el fondo del vaso, como buscando. Una mirada acuosa en unos ojos grises que invitaban a la locura y al desaliento. Una mirada vacua y amarga, perdida y absurda. Y el tiempo se paraba en el vaso a media altura, entre su boca y una barra mojada, llena de restos de líquidos mal limpiados con una bayeta amarilla y mal escurrida, llena de manchas de otros tequilas, de otras vidas tiradas, que dejaba un olor en ella que acababa incrustándose en la nariz, hiriendo como una dardo emponzoñado. Pero estaba acostumbrado a él. Como ellos. Había cierta querencia hacia esos olores. Al olor de la barra. Al olor del suelo, fregado con un cubo de agua negra, de días y días usándose, y tan sólo rellenada, pero no vaciada. Olor a podredumbre y lejía. Olor a muerto, a muerto en vida. Para ellos el olor era un canto a un futuro querido y llorado y deseado. A un futuro lo más cercano posible. Negro. Podrido. Eterno. Para él, un ritmo sin cadencia, amargura de presente encenagado, sin futuro, sin pasado.

Volvió a levantar la mano sin dejar de mirar el vaso. Y él, el camarero, se acercó con parsimonia, queriendo herir aun cuando sabía de su imposibilidad, pues el tiempo ahí, en esos lugares, a esas horas y entre esa gente, es eterno, carece de efecto. Es el último que te sirvo y después te largas de aquí. Le dijo el camarero mientras se lo llenaba con un tequila de marca imposible y de color céreo. Le sujetó el brazo, que se iba ya, con la mano. Clavó sus uñas atravesando la ropa como una corona de espinas. El otro tiró con fuerza pero no pudo desasirse y cedió. Y ahí cedió el bebedor también. Deja la botella y déjame a solas con ella. Tengo dinero…, y los dos tenemos tiempo. Quizás yo más, o tú. ¡Quién sabe! Le miró desde el dolor de la certeza. Desde la convicción de su casa vacía, de su cama vacía, de su vida vacía. Desde la soledad más profunda. Y volvió, enseguida, la vista, y la mano, a ella, rellenado el vaso. Se necesita ser necio y no verlo, masculla, mientras lo apura de un trago.

Escribe, mientras espera, con un lápiz gastado, mordido, amarillo y negro, sobre la servilleta de papel con la que acaba de limpiarse, de los labios, un rastro de saliva mezclado con tequila viejo. No puede quitarse ese pensamiento de la cabeza y acaba llevándolo al papel, como antes, hace ya tanto, cuando escribir era un placer y un regalo, un descanso del alma y del pensamiento. Y deja las palabras suavemente, con esa grafía que siempre le gustó y que, ahora, se da cuenta de que es algo burda y temblorosa. Me alimento de tabaco y hiel, y lo riego con alcohol. Respiro cieno. Ando a tientas, con un bastón blanco y un perro, ciego también. Y las deja, y vuelve a ellas, como para mecerse. Y a pesar de lo que las palabras indican, las encuentra bellas y hermosas, suavemente lentas.

Vuelve al vaso. La mirada atraviesa el líquido en busca de algo, pero el fondo le devuelve imágenes absurdas, frías y mezcladas. Imágenes de siluetas, de espacios, luces y sombras. El pasado bebido y andado a sorbos, cegado. El pasado desecado, derretido en color sepia, ajado. Personas moviéndose a un ritmo desacompasado. Miniaturas miniadas y desconchadas con un fondo oscuro y débilmente iluminado. Caras desdibujadas, movimientos inciertos. Las mira con aire cansado. Intenta ver con claridad. Cree ver las siluetas y quiere verlas. Los ojos de una niña, que le mira sonriendo, de ojos de agua, que le hablan desde la distancia, con su hermano de ojos tristes, apagados, moviendo ambos la mano, como llamando. Las aleja por perdidas, diluyéndolas en el tequila hasta perderse en los vapores del sorbo. Se le contrae el gesto y apura otro trago tras llenar el vaso. Y otro más rápido. Vuelve a llenar el vaso y se detiene en las ondulaciones que el líquido ha hecho al caer y en como se van aquietando. Hay un punto brillante en uno de los lados producido por el débil reflejo de una de las lámparas que cuelgan sobre la barra. Una bombilla amarillenta por el tiempo de no ser limpiada, rodeada por una tulipa granate que el polvo y el humo del tabaco fumado a golpes o no fumado han oscurecido el color hasta casi apagarlo. Cigarrillos encendidos y mantenidos entre los dedos mientras se ausentan las miradas en los vasos, y el humo alza sus volutas, dibujando formas, en la atmósfera irreal del bar, envolviendo el aire, atrapándolo. El tiempo detenido, como las almas de los presentes, en momentos del pasado. Almas sin remedio. Almas desgastadas por su pasado, que han convertido el presente en odiarse a sí mismos y recrear la angustia hincando los dedos en él, arañando, bebiendo los recuerdos a golpes de sentenciados al cadalso y que creyendo ganar tiempo lo único que ganan es eternidad. La eternidad de un pasado anquilosado y enquistado. Lo único que ganan es la muerte en la derrota del presente.

Y las imágenes vuelven. Un bulevar largo y ancho. La noche fría. Helada. El corazón palpitando. Una calle recorrida mil veces tratando de expiar el pasado. Recorriendo las huellas una y mil veces como un penitente encadenado de hechos, de sinrazones, de delitos, de palabras a destiempo. Una calle solitaria, vacía. Árboles detenidos en la madrugada de un otoño paralizado. Nadie. Vacío. El corazón golpeando por el miedo desenfrenado. Una carrera loca buscando. El teléfono en la mano. Al otro lado vacío y silencio, tristeza y llanto. ¿Dónde? Se pregunta asustado.

Apura otro vaso. Esta vez a sorbos lentos, casi degustando. Intentando encontrar sabores del pasado, aunque los sabe muertos de tanto usados. Después del último parece querer beberse el vaso para eliminar imágenes, para eliminar los restos de algo. El camarero mira con impaciencia mientras seca otros con un paño de años, como todo lo que viste el bar, como las ropas y las almas de ambos. Mira al otro de vez en cuando y espera. De cualquier forma su tiempo es el de ellos. No hay otro. La mirada que vio le llevó tan dentro que sintió el vacío y no quiso recordarlo, por vivido día a día, por demasiado interiorizado, por demasiado pegado a la piel, como un sudario. Espera el final del día, en esta noche larga. Larga como todas y ninguna, pues no hay día en que la noche no se le una en una interminable vida de no vida. La cama deshecha, la televisión siempre encendida, platos sucios con los restos de comida en la mesa de centro, botella vacías, el abrigo tirado en un sillón desvencijado, la luz mortecina, y el sonido constante del televisor vendiendo algo, diciendo algo, aparentando vida. La casa vacía. Siempre vacía. Al final es igual la vida. Un desierto de soledades. Un sobrevivir día a día esperando la nada. ¡Qué más da aquí que allá! Se dice a sí mismo, si al final siempre es igual, en todas partes igual. No hay sitios. No hay nada donde esperar. El lugar es el lugar. Un desierto de soledad. Ese lugar de siempre en el que nunca hay que esperar, sólo estar. Se dice mientras limpia sin mirar. Mira al cliente, que sigue con la mirada perdida en el fondo del vaso. Sólo hace gestos para beber mientras apenas parpadea. Parece que buscase algo, entrar tal vez, bucear dentro como si algo o alguien allí hubiese. Beberlo con la mirada. Ahogarse en él. Tal vez en el pasado. Como todos. Como él.

Avanza a pasos inciertos, tras pagar y salir, dados como con desconcierto, pero manteniendo la elegancia o, al menos, la dignidad. La figura erguida, el andar lento. La cabeza gacha, cubierta con el sombrero de fieltro y al cuello un pañuelo de seda, de color negro y tonos marrón grisáceos, partidos por unas delgadas líneas blancas, apagadas. Austero pero de una belleza en consonancia con la chaqueta negra y el gastado abrigo gris que siempre lleva puesto y que apenas se quita para vivir el resto de la noche y del día en su casa vacía, en su cama vacía, en su vida vacía.
Recorre la calle de siempre. El sempiterno bulevar. De noche, porque de día no puede. La luz le ciega y le mata la vida. Una vida ya no sentida. Anclada. Podrida. Y rehace el camino de cada noche, el de sus tinieblas revividas. Revividas una y otra vez y maldecidas también una y otra vez durante todos los otoños y los inviernos de su existencia desde que fue escupido de aquel lugar para el resto de su vida. Cabizbajo. Rememorando los sucesos grabados a sangre y fuego en el fondo del alma por él mismo, para sí mismo, en un intento de alcanzar el perdón que sabía no existiría si no era por él o por el destino, juez insalubre de su loca carrera por sentir la vida en su máxima expresión, por beberla a tragos sin pararse, por engullirla. El cigarrillo fumado sin sacar las manos de los bolsillos. Aspirando el humo para sentirlo quemando en sus pulmones buscando una muerte que no llega, por esquiva y por la cobardía interna, o quizás por el deseo de expiar el dolor ajeno en su carne palpitante, por los recuerdos, por los tequilas, por el universo perdido en las murallas de la ignominia, en su inconstancia, por la persona herida, por el hecho aciago, por las palabras dichas, por la inmisericordia de la vida y el no saber vivirla, por no saber beber los momentos, por demasiado conocidos u olvidados, por no presentidos, por pensar que los hechos son sólo hechos, por no pensar. Y llega hasta el final y vuelve hacia atrás, buscando el tiempo. Alinea las frases y las vuelve a soltar, una tras otra como en una cuenta atrás, en una especie de mantra. Y deshace los pasos lentamente, mirando el muro de tono ocre, desdibujado en su color por la amarillenta luz de las farolas. Recuerda las palabras y los silencios. La angustia y el miedo. Los miedos. Los gestos. Las palabras. Cruza una vía perpendicular y se sienta en el césped, a la sombra del árbol sin hojas, y sus ojos angustiados y marchitos, sedientos de lágrimas que ya no pueden salir, reviven la figura sentada, tapada, huida en un terrible y febril llanto. Y una lágrima austera le escurre por la cara. Una lágrima que le aligera el alma. Lágrima de años aprisionada en su alma irredenta. Y por primera vez desde la primera no puede aguantar el llanto, que estalla como ríos de agua salina desesperados por salir. Se deja caer de lado y cubriéndose la cara con las manos llora el desconsuelo triste de una vida muerta, de una soledad sin límites, de la angustia por el sentimiento que nunca pudo reprimir. Y llora como el niño que nunca dejó de ser, ni quiso ni pudo dejar de ser, porque nunca le dejaron ser el niño que debió ser. De ahí las angustias y los miedos, los actos, las palabras, los sentidos, el vivir, a pesar de tanto puesto, a pesar de ver con los ojos de los lirios y las amapolas, de las montañas y los valles, del verde de la esperanza y del marrón de los ojos. Y sintió la vida dentro de él. Sintió el corazón palpitando y bebió el agua del llanto como purificación. Y al fin pudo perdonarse y sentir. Por primera vez supo que podía y debía salir. Por fin se sintió bautizado, redimido, perdonado por ella, por la vida, por él. Se incorporó con lentitud exhalando el vaho al frío intenso de la noche y miró el lugar. Andando hacia atrás caminó hacia el bulevar y se sentó en medio de la vía. Cogió el móvil y lo miró, recordando aquella vez. Con manos temblorosas escribe un mensaje, aun prohibido, a la nada, mientras recuerda aquella canción de Elvis Costello, que canta con suavidad, con delicadeza, y reproduce las palabras que le surgen a borbotones por la garganta como un reguero cálido que le lleva a otro lugar, a otros tiempos, a la vida, a ella, a él, y las dice suave y transformadas, como siempre lo hizo, como su sonido de desahuciado.

She maybe the face I can't forget.
A trace of pleasure or regret
Maybe my treasure or the price I have to pay.
She maybe the song that summer sings.
May be the chill that autumn brings.
Maybe a hundred different things
Within the measure of a day.
She maybe the beauty or the beast.
Maybe the famine or the feast.
She turn each day into a heaven or a hell.
She may be the mirror of my dreams.
A smile reflected in a stream
She may not be what she may seem
Inside her shell
She who always seems so happy in a crowd.
Whose eyes can be so private and so proud
No one's allowed to see them when they cry.
She may be the love that cannot hope to last
Maybe come to me from shadows of the past.
That I'll remember till the day I die
She maybe the reason I survive
The why and wherefore I'm alive
The one I'll care for through the rough and ready years
Me I'll take her laughter and her tears
And make them all my souvenirs
For where she goes I've got to be
The meaning of my life is She, she, she…

Y mientras canta en voz queda, escribe a impulsos, con errores que trata de evitar, por el amor que siempre tuvo por las palabras, a las que tanto amó, como a ella, y con las que tanto le dijo, y que corrige una y otra vez, “esta noche tu alma duerme, pero algún día sentirás la profundidad de mi pena. Quizás entonces me verás como lo que soy, un frágil náufrago en una tormenta de emociones”.
Iba a enviarlo cuando el móvil sonó y una ráfaga de luz surgió en el bulevar, de repente, de la nada, llevándoselo por delante, arrastrando el cuerpo bajo el coche mientras rechinaban las ruedas en el fracasado intento de evitar. En el móvil, despedido de la mano, una voz de mujer repetía sin cesar: Yago soy yo, contéstame… Yago, soy yo… Pero sólo quedaba en el aire el eco de la canción, el eco de un sentimiento, el sonido de los desahuciados.

4 comentarios:

Crestfallen dijo...

Desgarradora historia, tan negra y opresiva que me ha sorprendido el esperanzador final, aunque este se vea truncado por un imprevisto accidente...
Muy bueno el escrito, con sus expresivas y dolorosas metáforas.
Ah! Me ha hecho gracia toparme con la brillante letra de Anathema :)

Saludos!

Diego Jurado dijo...

Gracias por los comentarios, en primer lugar. En cuanto al final, no me termina de cuadrar, pero anoche no estaba mu y claro y así queda, de momento, hasta que vea si lo debo o no cambiar.
Las palabras de Anathema son un guiño hacia ti.
Un saludo.
Diego

rudy spillman dijo...

Dieguito querido:
Tiempo de familia, tiempo de amigos. Que estas fechas te encuentren disfrutando de todo lo bueno de esta vida. Mis mejores augurios para ti.
¡Felices Navidades! y un 2009 sin fronteras para que tu valioso interior literario se disperse dentro de todas las dichosas almas que tengan la suerte de absorber tus inspiraciones.
Un sentido abrazo, amigo.
Rudy

Diego Jurado dijo...

Feliz Navidad también para ti y los tuyos. Y gracias por tus deseos. Lo mejor, para la familia y la amistad. Del resto sólo esperar que el interior de cada uno llegue a quien sepa leer y apreciar.
Te deseo lo mejor.
Un fuerte abrazo amigo mío.
Diego