26/11/08

la muerte constante. III

(...) De cualquier forma, también es cierto que alguna mujer de su descendencia fue dada a los excesos de la carne, tanto como que una de ellas, Virginia, hija cuarta de Don Medardo y Doña Marina, no contenta con probar todo lo que a su alcance se puso, que también es verdad no fue mucho, dadas sus características físicas, y espirituales, dicho sea también, y visto el destino que su horridez le hacía prever en su horizonte, en cuanto dio con un muchacho escaso de luces y sobrado de altura, pues medía dos metros, lo que contrastaba con el escaso metro cincuenta de ella, o quizás por eso, pensando que la altura podía presagiar algo extraordinario en la entrepierna, decidió obviar el hecho de su homosexualidad, transformada en bisexualidad cuando ella consiguió convencerle de su error a base de calenturas en sus partes y largas y misteriosas conversaciones a la luz de la luna o de los faroles rotos de las calles, y casarse con él. Pero como era de prever, el hombre dejó de saciar los apetitos de tan extraordinaria amante, dada su real condición, y ella se vio en la necesidad de buscar otros caminos donde saciar los placeres denegados, y así se lanzó a una vorágine en la que no paró prendas, a pesar de los dos hijos del matrimonio, y echó, primero, mano de las mujeres, más dadas a la contemplación y a la melancolía, a la sensibilidad y a la sensiblería, y aunque ella hacía alarde de modernidad y se propugnaba como una bisexual convencida, su interior le impelía hacia lo fálico, y como oyó a alguien, a su abuela, según ella, que los negros tenían la verga gorda y los moros larga y fina, y ella era muy mirada para esas cosas, se decantó por los segundos y, gracias al contacto que su trabajo le permitía con los emigrantes del Magreb, con el primero que pudo, en el primer despacho que pudo, se lo benefició, con tanto ímpetu y fruición que a los nueve meses hubo fruto de aquellos arrimamientos, que debieron ser de tal envergadura que el moro, a pesar de la fama de prolijos, en cuanto al sexo, tienen, dio en huir y no querer saber nada ni de la madre ni de la hija. Tal pavor le debieron producir los excesos sexuales de tan extraordinaria nieta de Francisco de Villasante Olmos. Ahora yace sus carnes nuevamente en brazos de otra mujer, misógina y dada a las veleidades del más allá, en la búsqueda permanente de una razón que le explique el por qué del Ser y sus circunstancias, raras de alguna manera o al menos distintas a lo que se podía esperar. Pero esa querencia no quedó solo en Virginia o en su prima Soledad; alguna de sus hermanas se habría lanzado al abismo del conocimiento en dicho tema si el aviso de la condena eterna a manos de legiones de demonios no hubiera estado tan presente en las épocas oscuras que les tocaron vivir.
(...)

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